Los vi correr todos, había muchísima gente y yo estaba pegada a la pared. Parecía una persecución, era que estabas metido en algún lío y los perseguían a todos. En un instante dos cuerpos yacían en el suelo convertidos en sombras sin rostro, sin forma, sin dimensión. Sentí que el miedo me paralizaba, tú también estabas allí, de pie, oculto entre la gente que gritaba, que vociferaba con angustia al ver que los iban a matar a todos, que gritaba expresando su impotencia y su dolor. La gente gritaba, yo también.
Sin ninguna señal de compasión, un hombre se acercó a los caídos y les disparó en la cabeza con un arma oscura que lucía como negro carbón. Sentí miedo en el estómago y ganas de vomitar, los vi morir. Fue una imagen violenta que me sacudió, que nos sacudió a todos. Estábamos como atontados, éramos una masa atontada, paralizada por el terror.
El perseguidor era el mismo hombre negro carbón que unos días antes habíamos visto en el Teatro Municipal acompañando al presidente aquel. ¿Te acuerdas?, aquel presidente que destruyó la prosperidad y la esperanza de aquel país del sur. Ese que pasó a la historia como "el gran accidente". Sí, el perseguidor era uno de sus guardaespaldas, uno más de los infelices guardaespaldas extranjeros que cuidaban al presidente aquel.
Me preocupé mucho por tu seguridad, te había visto oculto entre la gente, te habías deslizado por el pasillo de CPC, permanecías oculto, disimulado y seguro. Luego te retiraste, usabas una chaqueta que te hacía parecer otra persona. Te acercaste a mí y me murmuraste algo que no recuerdo, vi en tus manos una pequeña caja con algo que no distinguí bien. Eran como piedras preciosas verdes y blancas, un material brillante que yo no conocía o algún tipo de materia radiactiva. Era contrabando de piedras preciosas o materia prima básica para fabricar explosivos. Yo no entendía en qué lío te habías metido. No entendía tus palabras, yo no entendía la persecución, ni el horrendo crimen que había presenciado. Sólo me preocupé mucho por tu seguridad.
Después caminaste con celeridad, te acompañé. Ibas tan rápido que casi no podía seguirte. Hablabas y se te notaba altamente preocupado y triste. Me dio pena verte así, tan triste, tan desconocido. Hablabas... debías irte del país. Caminabas... debías irte del país. Te acompañé, aunque no entendía lo que decías.
La gente se había convertido en una sombra, estaba allí pero no se distinguía, era como una sombra que te acorralaba.
Caminamos mucho, entrabas a unas casas viejas, feas, con techo de tejas muy viejas. Todas las casas estaban vacías, bajabas por unas escaleras de piedra hacia una zona oscura y húmeda; subías y volvías a la calle siempre presuroso y triste. Me daba pena verte así. Hubiese querido volver a verte alegre y sonreír con tu sonrisa, pero no pude porque yo también estaba aterrada, me sentía desamparada y tenía mucho temor de que me hicieran daño. Me sentía insegura, era un dolor muy grande.
No recuerdo con exactitud, pero creo que comenzaba a oscurecer y la gente-masa se veía por todas partes. La gente se había convertido en una sombra, todos estaban como colgados en las paredes, eran parte de ese paisaje que yo tanto aborrecía: muchedumbre, suciedad y miseria.
Entraste en una casa donde había gente que no te reconoció. Pasaste entre ellos y regresaste a la calle. Allí, en la calle, te abracé muy fuerte y ambos lloramos porque debías irte del país.
Te alejaste. Tu imagen se fue perdiendo entre la gente masa.
Mirando aquella escena me quedé sola en la calle, todo se diluyó a mi alrededor... me quedé sola, unas lágrimas bajaron silenciosas y calientitas y nadie las notó.